
Por Radamés Giró (musicólogo y escritor).
Cortesía de Ricardo Roberto Oropesa, (músico, investigador y escritor).
Según Fernando Ortiz, «cuando rompió a sonar la nueva música de Cuba, sus artistas, blancos y negros, no hicieron en su inicio sino repetir lo que ya de viejo sabían de sus patrias, con sus instrumentos, sus toques, sus tradiciones, sus estímulos y sus gustos, acomodándolos a las circunstancias del Nuevo Mundo recién descubierto». Es que en todos los momentos de su historia, la isla de Cuba elaboró un folklore sonoro de una sorprendente vitalidad, recibiendo, mezclando y transformando aportaciones diversas, que acabaron por dar origen a géneros fuertemente caracterizados. Pero esto no debe hacernos olvidar que, al mismo tiempo, se despertaron en la isla actividades de otro orden, que se produjeron siempre con notable anticipación sobre las demás manifestaciones de una vida intelectual. Antes de que Cuba tuviese su primer teatro o su primer periódico, había ya, en la catedral de Santiago, un compositor tan notable y enterado como Esteban Salas […]».
En Cuba, la cultura española recibida se fue consolidando con el arribo de nuevos colonos, parte de ellos músicos, los que al asentarse en nuestros campos, áreas suburbanas y urbanas, promovieron el conocimiento y la práctica de músicas y danzas regionales de España. De ellas, las que más influyeron y trascendieron al patrimonio de la música cubana fueron el zapateo, el punto, la guajira, la contradanza y el bolero, aunque sufrieron un proceso evolutivo. El punto se cultivó a todo lo largo y ancho de la Isla, en un conjunto bien diferenciado de formas y estilos, por lo cual existen prototipos, definidos en el período republicano: punto pinareño, habanero, matancero, villareño (particularmente espirituano), camagüeyano y oriental. En cuanto a sus instrumentos acompañantes, fueron utilizados indistintamente la guitarra, la bandurria, el laúd, el tiple y el güiro. Más tarde se añadiría el tres cubano, hasta alcanzar un amplio conjunto instrumental.
Por otra parte, en el conglomerado humano de la conquista, también arribaron los negros; primero los residentes en España, asimilados; después, los secuestrados del corazón de África occidental, en un proceso que duraría hasta bien entrado el siglo XIX. De este modo, en Cuba se reunieron africanos de las más diversas procedencias étnicas, lingüísticas, culturales, clasistas y de diferente desarrollo económico-social. El hombre sustraído de África no sólo trajo consigo su fuerza de trabajo, sino también su mundo espiritual, aunque como los aborígenes americanos, se vio obligado a asimilar la cultura impuesta por los colonizadores, que desde luego afectó su música y la de sus descendientes.
No sólo fueron África y España las que aportaron a la formación de nuestra música, sino también China, Italia, Francia, Alemania, Inglaterra. Es un proceso en el que pueden distinguirse momentos de coexistencia y otros de fusión; aunque no siempre ésta fue completa. Casi todos los factores que intervinieron en este proceso tomaban y daban lo que les venía mejor o lo que podían asimilar. Esta interacción, con sus peculiares grados de intensidad, fue forjando, a partir del siglo XVI, las características esenciales de la formación del pueblo cubano, que Fernando Ortiz definió como «un inmenso amestizamiento de razas y culturas».
El arte sonoro en Cuba surge, pues, como resultado de más de media docena de fuentes tributarias, que al final fueron totalmente absorbidas, hasta quedar en una música auténticamente cubana, independientemente de los ropajes que vistiera al nacer.
Según María Antonieta Henríquez, que la nación cubana quedara forjada como tal. En definitiva, cada uno de los componentes nacionales, arte, tradición histórica, pueblo, fueron desarrollándose aislada y lentamente hasta unirse a comienzos del siglo XIX en lo que vendría a ser Cuba, una nueva nación».
LOS PRIMEROS SIGLOS
Las manifestaciones musicales y danzarias se desarrollaron por tres vías fundamentales: el ritual religioso (en la iglesia y en los cultos africanos), el espectáculo teatral y la recreación colectiva, donde lo religioso se emparentaba con el holgorio popular. El proceso de mestizaje tomaba nuevos matices al enriquecerse la materia sonora por una nueva simbiosis de lo africano y lo español en las diferentes estancias donde sonaba la música en la colonia: la iglesia y los bailes populares. Pasará más de un siglo para el surgimiento del salón burgués. En tanto, comenzaba el proceso de retroalimentación de una música producida acá, que haría furor en la metrópoli.
La Habana y Sevilla fueron escenarios donde se intercambiaron, «años tras años, por tres siglos, sus naves, sus gentes, sus riquezas y costumbres, y con ellas sus pícaros y sus picardías y todos los placeres de sus almas regocijadas, dadas al goce de vivir la belleza terrenal y humana que le cupo en suerte».
La simbiosis que apuntamos en otra parte, resultó posible, porque «cantos, bailoteos y músicas fueron y vinieron de Andalucía, de América y de África, y La Habana fue el centro donde se fundían todos con mayor calor y más policromas irisaciones».
A este ambiente, donde el baile y la música están presentes a través de los cultores del pueblo, todavía no pertenece una música profesionalmente producida; pero puede afirmarse que los elementos sonoros puestos en juego, en manos de los sectores populares —negros y blancos—, permitieron fijar los patrones fundamentales de su ulterior desarrollo.
Otros factores —y no de menor importancia— se desarrollaban en la Isla durante el siglo XVIII; en tanto la música religiosa se enmarcaba fundamentalmente en el recinto de la catedral de Santiago de Cuba —en la que Esteban Salas era la figura prominente—, los cantos y bailes franceses, españoles y americanos ocupaban otros sectores de la población, con la paulatina aparición de elementos musicales criollos, a la vez que comienza a escucharse la ópera, la zarzuela, la tonadilla escénica, que dan inicios, para la clase dominante, a la era de los conciertos y al salón burgués.
Ya no sólo se oyen por todas partes fandangos, rondeñas, malagueñas, granadinas, tiranas y boleros, sino también —por la llegada de los franceses durante y después de la revolución de Haití—, minué, gavota, pasapié, contradanzas y tumba francesa. Comienzan a cantarse canciones cuyos títulos no pueden ser más nuestros: El cachirulo, La cucaracha, La matraca y Que me toquen la golondrina. Junto a estas, surge —según afirma Alejo Carpentier — la primera composición popular con elementos de lo cubano: la guaracha titulada LA GUABINA, que hizo furor en la Isla alrededor de 1780.
Los cambios que se operan en la música son el reflejo de los producidos en la vida económica, política y social del país, a tenor de la «estabilización» de una economía agrícola de carácter mercantil. Además, en la metrópoli se habían efectuado transformaciones políticas que afectaron toda la vida de la colonia.
El crecimiento económico condujo a la introducción en la Isla de grandes cantidades de negros africanos en condiciones de esclavos, a fin de explotarlos en las producciones azucarera y cafetalera, la construcción, y los servicios domésticos; ello determinó una aceleración del proceso de transculturación musical, danzaria y mágico-religiosa, muchos de cuyos elementos han sido conservados por su protagonista principal: el pueblo.
IMPRONTA MUSICAL AFRICANA
De un centenar de etnias africanas traídas a Cuba, cuatro son las que integran el núcleo central que influyó en la formación de la música cubana: la bantú o conga, la dahomeyana, la carabalí y la yoruba; a las que habría que agregar, aunque en menor cuantía, la gangá, la iyesá y otras; porque es imposible que los pueblos de África Occidental, así como ocurre con los de Europa, puedan en cierto modo ser considerados como un conjunto cultural, por ciertas cualidades que tienen en común […] y porque son posibles y hasta inevitables ciertas generalizaciones. Habrá que señalar, por ejemplo, tipismos de ciertos tambores de muy ceñida caracterización étnica, pero también habrá que estimar el valor de los tambores afrocubanos en general. Por otra parte, habrá también que descubrir y analizar numerosos sincretismos que han fundido elementos de diversas culturas negras en creaciones criollas».
La cultura bantú se caracteriza, en su aspecto mágico-religioso, por su vinculación con prácticas sacromágicas, representando en lo musical una formación rítmica de acento vigoroso y cortos períodos melódicos que se corresponden con la imagen danzaria que despliegan tanto hombres como mujeres. En tal sentido, el negro africano, particularmente el congo, está dotado de una muy notable organización cerebral para la percepción, fijación y reproducción de los sonidos musicales. Su cerebro percibe y registra las impresiones musicales con una precisión sorprendente, así en lo concerniente al timbre y a la totalidad de los sonidos como en la cadencia con que son emitidos. Además, esas impresiones son en él persistentes y conserva por mucho tiempo la facultad de evocarlos y reproducirlas».
Estas manifestaciones artísticas de los congos, así como del resto de las etnias africanas introducidas en Cuba, alcanzaron su expresión culminante en los Cabildos del Día de Reyes; es decir, las comparsas que organizaban los esclavos en el marco de sus sociedades o cabildos para desfilar por las principales calles y ciudades de la Isla, hasta encontrarse delante de los edificios del gobierno de la colonia y realizar allí sus manifestaciones musicales con el apoyo de una poderosa polirritmia producida por tambores de distintos órdenes y objetos de metal con diferentes formas; y también sus bailes y vestuarios de vistosos colores, en honor de las autoridades civiles, militares y religiosas, representantes del poder colonial y de la incipiente oligarquía criolla.
En Cuba, la cultura dahomeyana alcanza su forma más importante en la tumba francesa y otras expresiones que, procedentes de Haití, se instalaron en distintas zonas del país, con incidencia importante en las regiones de Santiago de Cuba y Guantánamo. Estas sociedades de tumba francesa, de ancestro dahomeyano, presentan una característica artística, en lo musical y coreográfico, de un fuerte contraste, por cuanto sus cantos y formantes rítmicos son de origen africano, en tanto que sus bailes son de ascendencia cortesano-francesa. Las actividades sociales de estas organizaciones artísticas fueron muy intensas durante todo el siglo XIX; sin embargo, hoy se cultivan casi exclusivamente en la provincia de Guantánamo.
La presencia musical y danzaria de la cultura yorubá es un fenómeno singular en la formación de la cultura artística de Cuba, pues alcanzó un mayor desarrollo y organización de su sistema religioso, lo que determinó que sirviera de modelo a otros cultos de antecedentes africanos que se fueron reorganizando en Cuba, después de la dislocación provocada por el cautiverio en tierras americanas y el sistema colonial. Prueba de esto es que cuando los otros grupos deseaban definir sus dioses recurrían a sus orishas como punto de referencia.
Cuando fueron arrancados de su lugar de origen, los yorubas poseían una cultura milenaria que aún hoy asombra por el desarrollo que había alcanzado. Su espléndida mitología constituyó la base de un amplio y complejo fenómeno musical y danzario, en el que la belleza de sus cantos y la riqueza de sus combinaciones polirrítmicas, producidas por los tambores batá, se mantienen vigentes. Desde el punto de vista melódico, los cantos yoruba de Cuba se caracterizan por sus amplios y variados diseños, los cuales pueden ser de carácter bailable o para la invocación, en este caso desprovistos de las rígidas acentuaciones rítmicas, imprescindibles para la danza.
SIGLO XIX
El XIX fue el siglo en el que se definen los primeros géneros musicales cubanos, a la vez que los indicios de un nacionalismo musical, que en la segunda mitad del siglo queda totalmente consolidado, representado por los compositores Manuel Saumell, José White, Nicolás Ruiz Espadero, Ignacio Cervantes y Miguel Faílde. La contradanza y el danzón fueron sus elementos germinadores.
LA HABANERA
En 1853 el violinista José White compone su habanera LA BELLA CUBANA, que dio a conocer como fantasía de aires cubanos. Con el tiempo, la habanera se impuso como género, no sólo en Cuba, sino también en otros países de América Latina (México, Argentina, Uruguay) y España, aunque ya no como canto y baile, sino simplemente como canción, escrita en compás de 2/4. Sin embargo, según Argeliers León, «la habanera se alejó de estas expresiones sencillas y se acercó al patrón de las canciones románticas hasta culminar en la conocida habanera TÚ». Esta composición, escrita en 1892 por Eduardo Sánchez de Fuentes, es la habanera por antonomasia. Para Carpentier, la habanera TÚ, sólo constituyó una novedad por una mayor libertad en cuanto a la utilización de la forma danza (la prima tradicional incluía una introducción de seis compases), y por una cuestión de tempo. Su melodía larga y voluptuosa podía cantarse como una romanza, en contraste con la contradanza tradicional, casi incantable por su vivacidad. Por lo demás, no presentaba innovaciones de tipo rítmico: cinquillo y tango. No por casualidad, al ser reeditada en parís, esta habanera fue bautizada: tango-habanera. Por una afinidad de espíritu, fácil de explicarse, esta composición gustó mucho en Buenos Aires».
LA CONTRADANZA
En cambio, otros estratos sociales oían sonar orquestas integradas por violines, clarinetes, cornetín, trombón, figle, contrabajo, timbal y güiro; es decir, la orquesta típica o de viento, en la que se mezclaban negros y blancos, porque, como habría de observar José Antonio Saco en 1832, «la música gozaba de la prerrogativa de mezclar negros y blancos».
Cuando la música sinfónica —entendida como síntesis de fonías— se escuchaba en las iglesias, teatros y en los salones de la aristocracia, los negros sonaban sus tambores en las sociedades de recreo y socorro mutuo, en las que actuaban los coros de clave, en tanto que en los campos de Cuba se escuchaba el tiple y la bandurria, con los que el campesino ejecutaba el zapateo y el punto.
En este período, la canción —entendida como todo lo que se canta— reflejaba los anhelos y el estado de ánimo del pueblo cubano a través de las épocas; en tanto se perfilan géneros que son expresiones de una cierta madurez en el quehacer musical de la Cuba de entonces. Así nace la contradanza, un antiguo baile de origen inglés que se introdujo en Francia en los primeros años del siglo XVIII, y alcanzó pleno auge a lo largo de este. A fines de siglo, la música de salón, reservada hasta entonces a los miembros de la aristocracia, se extendería a otras capas sociales: del salón cortesano pasó al salón burgués, y de este a las clases populares, hasta alcanzar los predios campesinos. Este proceso afectó a todos los pueblos de Europa, y de allí se trasladó a las colonias americanas.
Desde la segunda mitad del XVIII, la contradanza «…tuvo dos momentos fundamentales: primero, nos vino a través de España y aquí se le insertó una célula rítmica de origen africano, conga, lograda por el quehacer musical de los negros y mulatos criollos nacidos en Cuba; y después llegó el aporte franco-haitiano, tras una sedimentación de más de medio siglo en tierra cubana».
Más claramente explicado, en el Departamento Oriental de la isla se mantuvo confinado el aporte musical franco-haitiano hasta poco después de mediados el siglo XIX, cuando, con gran alborozo, los cinquillos del cocoyé haitiano, aclimatados en esa zona por una larga estadía de más de cincuenta años, invadieron La Habana, donde hallaron un terreno ya abonado con esa misma célula y combinación rítmica —que hemos encontrado también en las músicas litúrgicas de los congos y los yorubas—, usadas simultáneamente por los músicos que buscaban modificar el ya viejo esquema rítmico que tenía la contradanza criolla, enriqueciéndola con el cinquillo […]. Éstos modificaron su estilo europeo tanto en la música como en el modo de bailarla».
Este cambio lo había advertido Cirilo Villaverde en su novela Cecilia Valdés: «sin más demora, comenzó de veras el baile; es decir, la danza cubana, modificación tan especial y peregrina de la danza española, que apenas deja descubrir su origen». Antes, había dicho que la orquesta «tocaba las sentimentales y bulliciosas contradanzas cubanas». Pero «no fue sino con el danzón, el primer género verdaderamente cubano, que se logró romper con el viejo esquema de la contradanza». Según Alejo Carpentier:
《En el fondo, la contradanza respondía —aunque con más recato y leyes— a un mecanismo análogo a la calenda, el congó y otras rumbas creadas por los negros y mestizos en América. Esa danza colectiva y llena de acción podía admitir licencias infinitas al popularizarse. De ahí que los músicos negros de Santo Domingo la adoptaron con entusiasmo, comunicándole una vivacidad rítmica ignorada por el modelo original […]. El llamado «ritmo de tango» se instalaba en los bajos. La percusión acentuaba las malicias de los violinistas negros, alabados por Saint-Mery. Una vez más se operaba un proceso de transubstanciación debido a lo que Carlos Vega llama, tan acertadamente, «la manera de hacer».
EL DANZÓN
Hacia 1855 se bailaba en Matanzas un baile de figuras, formado hasta por veinte parejas, al que llamaban «Danzón». De este danzón coreográfico se pasó al baile de pareja enlazada. Hacia 1878, la difusión del danzón era tal, que en el teatro Albisu se organizó, por el Centro de Cocheros, Cocineros y Reposteros de la Raza Negra, un concurso de danzones. Es decir, que cuando Miguel Faílde estrena el 1º de Enero de 1879 Las alturas de Simpson, obra que se dice da nacimiento al género, ya el danzón tenía una larga vida, con piezas creadas muchos años antes, incluso por el propio Faílde. El danzón, tal como se tocó a partir de 1880, incluyó «todos los elementos musicales que andaban en la Isla, cualquiera que fuera su origen».
Es bueno introducir aquí algunos de los elementos de la polémica existente alrededor de los famosos complejos genéricos de la música cubana —rumba y son. Leonardo Acosta considera un desatino proponer un complejo del danzón, que abarcaría los «géneros» contradanza, danza, habanera, danzón, danzonete, mambo y chachachá. A primera vista, resalta el inconveniente de situar en una misma categoría o especie a dos géneros (rumba y «son») con sus variantes, todos ellos surgidos —o más detectados— hacia la misma época (ya más o menos formados), junto a una serie de supuestos géneros, subgéneros o como se les quiera llamar, que constituyen todo un proceso histórico gradual de siglo y medio, en que —hasta donde sabemos— por lo general cada género procedería del anterior. En el caso de la rumba y el «son», se tiende a establecer esquemas cronológicos hipotéticos, aunque tentativamente sincrónicos, mientras que en el caso del danzón ya no se trata de un género y sus variantes, sino de un género con sus antecedentes genealógicos y sus «descendientes» o derivados. Tenemos aquí un esquema genético y cronológico de un fenómeno históricamente documentado que además no es una tradición oral, sino escrita. Se trata, pues, de otra categoría o especie. Resulta a su vez arbitrario escoger al danzón como género que da nombre al supuesto complejo, pues no es ni matriz de los otros, ni resultante final. Pero la contradicción básica es aquí la equiparación de dos fenómenos más o menos sincrónicos con otro esencialmente diacrónico. Y hay otras.
Y añade Acosta:
Digamos que hay dos diferencias fundamentales entre el fenómeno del danzón por una parte y los del «Son» y la rumba por otra: la primera es que mientras estos dos géneros nacen y se forman en Cuba a partir de una polirritmia de ascendencia africana (con varios elementos europeos), el danzón es la resultante de un proceso gradual de «criollización» o cubanización de una forma musical europea (country dance-contredance-contradanza). La segunda diferencia, obviamente, es que aquí nos encontramos ante una música que ya desde sus comienzos viene escrita en la notación occidental, y por lo tanto no debe equipararse arbitrariamente a otras que pertenecen de lleno a la tradición oral, y que sólo comienzan a escribirse —bien o mal— hacia la década de 1920.
En las dos primeras décadas del siglo XX, el danzón —a tenor de la introducción del two-step y el fox-trot por la intervención militar norteamericana en 1898—, fue proclamado baile nacional de Cuba, y durante casi cuarenta años no hubo acontecimiento social o político que no fuera tema de este género, como el advenimiento de la República en 1902, la celebración de elecciones o la Primera Guerra Mundial.
Los compositores de danzones utilizaron temas de óperas, zarzuelas, cuplés españoles, boleros de moda, rag-time; es decir, que a este género pasaba todo elemento musical aprovechable; incluso melodías chinas, como la que utiliza José Urfé en El Bombín de Barreto; y este mismo compositor emplea una escala pentatónica en El disco chino; también utilizaron esta escala Raimundo Valenzuela, en Los Chinos, y Eliseo Grenet, en Espabílate.
También en México el danzón fue acogido, cuando un importante músico cubano radicado en Veracruz, Consejo Valiente Robert (Acerina) fundó allí la orquesta Acerina y su Danzonera, que introdujo elementos de la música mexicana en el género cubano, sobre todo por el uso de las trompetas y su agudo sonido, que años después Enrique Jorrín incorporaría a su charanga para ejecutar, en aquel país, el chachachá.
A fines de la década de los 30, el danzón toma nuevos aires. En 1937, Abelardito Valdés estrena uno que hizo época: Almendra (en 1956 fue llevado a tiempo de mambo por Dámaso Pérez Prado).
El camino estaba expedito para que surgiera la orquesta Arcaño y sus maravillas, que cuando tocaba en la radioemisora Mil Diez, y amplió su instrumental, sobre todo las cuerdas —llegó a utilizar ocho violines y dos violonchelos—, era llamada Radiofónica. Con esta orquesta, Arcaño trabajó ininterrumpidamente desde 1937 hasta 1958, cuando se disolvió.
Con Arcaño y sus maravillas surge el danzón de nuevo ritmo. En él no varían las tres partes del género, este sigue con una parte para la flauta y otra para los violines, pero en la tercera, el montuno o guajeo (toque repetido y constante que realiza el pianista o contrabajista), logra un contrapunto entre la flauta y los violines. En este tipo de danzón, la flauta inspira a placer, con gran virtuosismo, sobre el motivo armónico; se cambia la rítmica en el timbal y el güiro, que es más marcada, más exacta; se introduce la tumbadora en la charanga y así se consolida el ser percusivo, mientras que la armonía y la melodía son más complejas. Con todo esto cesa el predominio del piano con instrumento solista único.
El virtuosismo vigente en la orquesta de Arcaño ya existía desde la época de Antonio María Romeu, quien, de acuerdo con el talento que tuviera el intérprete, le daba posibilidades para que se destacara improvisando —recuérdese que fue Romeu quien introdujo el solo de piano en el danzón. En este detalle de la improvisación puede notarse la influencia que el jazz venía ejerciendo en la música cubana. También las jazzbands ejecutaron danzones; dos ejemplos de ello son Cicuta tibia, de Ernesto Duarte, y Bodas de oro, de Electo Rosell (Chepín).
El danzón también fue llevado al plano de la música sinfónica. El compositor francés Darius Milhaud utiliza en la «Obertura» de su Saudades do Brazil, el danzón Triunfadores, de Antonio María Romeu; mientras, entre los compositores norteamericanos, Aaron Copland incluyó en su Salón México una parte titulada «Danzón», y Leonard Bernstein, en su ballet Fancy Free, inserta una parte del danzón Almendra, de Abelardito Valdés. Compositores y pianistas como Chucho Valdés, Emiliano Salvador y Gonzalito Rubalcaba, han creado y recreado el danzón con una armonía y sonoridad contemporáneas, no sólo en obras para piano, sino también para orquesta y otros formatos instrumentales.
LA GUARACHA
La Guaracha es un género musical cantable y bailable, de origen andaluz. Escrita en compás de 2/4 o 6/8, de carácter alegre, y picaresca en sus letras. En sus inicios, la forma de balarse era una especie de zapateo al ritmo de coplas populares; así llegó a América, a mediados del siglo XVIII, y fue en Cuba donde encontró sus mayores cultivadores. De proyección eminentemente popular, callejera y costumbrista, la guaracha fue utilizada para denunciar o satirizar todo hecho o acontecimiento popular o político, de origen local o nacional, por lo que, en su aspecto más general, se define por sus temas intencionados y sensuales, y los cuadros típicos populares.
En el teatro bufo se cultivó la guaracha, que se caracterizaba por el diálogo entre la tiple, el tenor y el coro que cantaba el estribillo. Los textos narraban algún acontecimiento casi siempre humorístico. Las piezas se componían expresamente para este tipo de teatro, pero, una vez popularizadas, se interpretaban en otros medios, por lo cual llegaron a ser tan importantes como la propia obra para la que habían sido creadas.
Este género recorrió todo el Siglo XIX, y su más famoso compositor fue Enrique Guerrero. En 1877 aparecen los bufos de Salas, al que perteneció Ramón Ramos (Ramitos), creador de la guaracha-pregón A LOS FRIJOLES CABALLEROS, que difundió con su Tanda de guaracheros. Esta pieza alcanzó, en el Siglo XX, una gran difusión por la interpretación de la compositora y pianista María Cervantes. Desde entonces, la guaracha siempre ha estado presente en el quehacer de los más diversos autores, que la han mantenido viva hasta hoy, en la voz de creadores como Antonio Fernández (Ñico Saquito), y nuestro contemporáneo Pedro Luis Ferrer, que le ha aportado nuevos elementos de contenido y en el tratamiento melódico y armónico, así como en el instrumental.
Como otros géneros de la música popular cubana, la guaracha se emparenta con otras formas de la música bailable, que Danilo Orozco llama inter-géneros; así surgen: guaracha-son, guaracha-rumba, guaracha-conga, guaracha-pregón, guaracha-mambo, guaracha-samba, y otras modalidades.
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EL SIGLO XX
Al instaurarse la República en 1902, hay en Cuba una disposición al cambio «que ya había podido observarse en otros países del continente: la adquisición de la nacionalidad se acompañó de una momentánea subestimación de los valores nacionales. El país nuevo aspiraba a recibir las grandes corrientes de la cultura, poniéndose al día». No se logró, al menos de manera inmediata, pues el siglo XIX se había adentrado demasiado en el XX. Los hombres de la primera generación republicana miraban hacia Europa, particularmente creían que París, símbolo de la cultura para ellos, era la meta a alcanzar y, por ese camino, lograr un arte universa. En música, Guillermo M. Tomás se convirtió en uno de los principales animadores de esa corriente universalista. Sin embargo, no miraba hacia parís, sino hacia Alemania, la cuna de su ídolo Richard Wagner, a quien rindió verdadero culto, si bien divulgó, a través de la Banda Municipal que fundó y dirigió, las obras de compositores de los más diversos países europeos. Sin embargo, hasta la aparición de Amadeo Roldán y Alejandro García Caturla en la década de los años 20, lo más importante, y donde se muestran los mejores valores, se da en el campo de la música popular.
Moviéndose en un terreno no siempre fácil de clasificar, está Eduardo Sánchez de Fuentes. Compositor de numerosas óperas, crítico de sólida cultura, su importancia, no obstante, está dada por sus canciones y habaneras, y por algunos ensayos que —aunque discutibles por su impronta racista— no podemos pasar por alto.
Un caso aparte en este contexto lo constituye Ernesto Lecuona. Compositor prolífico, pianista excepcional, se movió en el campo de la música para la escena, la canción, el cine. De modo particular destacan sus danzas para piano. Lecuona creó una música que no es estrictamente folklorista, pero que se basa en lo popular para confeccionarlo en una forma de general alcance, no limitada al estrecho círculo de las modernidades a todo trance, sino que busca un ancho círculo de auditores, es decir, una música que parte de lo popular, busca la popularidad y sabe guardarse de caer en lo populachero. No difícil; sin embargo distinguida. No popularista; sin embargo fácilmente accesible.
Esto puede apreciarse no sólo en sus canciones, sino en piezas como Ante El Escorial o Granada, ambas dentro del ámbito de la música española. Donde se manifiesta una cubanía raigal, es en LA COMPARSA, que responde […] a un programa brillantemente trazado por el autor, que es el verdadero esquema de la forma en la obra y, a la vez, uno de los principales recursos de expresión semántica. Es decir, el factor desencadenante de la estructura en este caso, es el diseño que describen los parámetros dinámico y tímbrico en las coordenadas espacio-tiempo y su correlación con la forma binaria de la danza.
LA RUMBA
Si el Danzón, las obras de Sánchez de Fuentes y Lecuona, es una música escrita —por lo tanto codificada—, ahora nos enfrentamos a una música otra, de gran complejidad y nivel de invención, pero no llevada, en su inmensa mayoría, al pentagrama. Así ocurre con el «SON» y LA RUMBA. Música de ascendencia eminentemente popular, oral por añadidura, la rumba se origina, en lo fundamental, en las zonas portuarias de La Habana y Matanzas, para después extenderse hacia otras regiones. Consta de tres variantes: el yambú, la columbia y el guaguancó. El yambú, de origen urbano, «se caracteriza por un tempo mucho más lento, de mayor regodeo rítmico y percusivo». No hay en él elemento lascivo, y no se efectúa el gesto de posesión llamado vacunao. De ahí la frase «en el yambú no se vacuna». Este es uno de los elementos que lo diferencia de la columbia y el guaguancó. En su estructura, es similar a otras formas de la rumba: un toque de claves le da inicio, le sigue el lalaleo o diana —en este caso más extenso que en el guaguancó—, luego una breve parte de canto (en el que se describe algo o se cuenta un hecho, a la vez que, melódicamente, es más rico), al que responde el coro, que remata el estribillo, momento en que sale al ruedo la pareja de bailadores.
La rumba columbia —de origen rural—, desde el punto de vista musical tiene una estructura simple, de carácter fijo. El inicio lo marca la percusión, que ejecuta un ritmo rápido; de inmediato se escucha la voz del cantor, nombrado gallo, que va emitiendo unos lamentos o quejidos de inflexiones cortadas, que se denominan lloraos. Después de esta introducción, el solista levanta el canto, en texto breve, que alude a sucesos, asuntos o personas, casi siempre de un entorno social específico. A veces los cantos adquieren un tono misterioso o enigmático. Luego viene el estribillo o montuno, influido por los «mambos» de franco origen congo. A esta parte se le dice también capetillo, y marca el momento en que salen los bailadores a hacer sus pasos coreográficos.
En sus orígenes, la rumba columbia fue bailada tanto por los hombres solos, como por parejas de hombres y mujer. Sin embargo, en su desarrollo posterior, en el marco urbano, devino baile de hombre solo, y así ha llegado hasta nosotros.
El toque es muy figurativo, muy rica su polirritmia, lo que determina que el bailador deba ejecutar una gran diversidad de pasos. Especialmente, el quinto o repicador efectúa una labor muy importante: el bailador establece un contrapunto con el quinteador, que en su toque debe subrayar cada paso de este.
El Guaguancó es la más importante de las tres variantes que conforman la rumba. Es el resultado de la evolución del yambú. Esencialmente urbano, es posiblemente la modalidad de la rumba donde se han integrado y popularizado un mayor número de elementos provenientes de las más diversas etnias de ancestro africano. Es eminentemente narrativo, y el baile se caracteriza por la persecución de la mujer por el hombre. Leonardo Acosta ha apuntado:
La estructura típica del guaguancó ha sido descrita como sigue: primero, una introducción, nana o diana, que hace el guía para establecer la línea melódica; luego el tema, que es el asunto central y puede cantarse por varias voces; el estribillo, cantado por todos los que están en la rumba; la inspiración, que es la improvisación del guía (a veces tiene antes del estribillo una décima de carácter narrativo o aclaratorio), y termina el cierre, como aquel que dice, en hermosa frase que nos recuerda extrañamente la antigua poesía de los pueblos nahuas: «Aquí entre las flores cantaremos, hermano».
De los instrumentos utilizados en el guaguancó, situamos en primer plano al tambor más grave, el que sostiene el tempo, que con sus ritmos reiterados, crea la base sobre la cual actúan los otros instrumentistas; el tambor intermedio queda más libre y en ocasiones establece un diálogo con el quinto, con lo cual se alcanza una rica gama de ritmos, sobre todo cuando los ejecutantes poseen un gran virtuosismo. El tocador del quinto es el que tiene la función de improvisar; las claves y otros instrumentos suelen utilizarse en la rumba-guaguancó, aunque en este sentido no existe una regla fija. «En el guaguancó, además del autor [uno de los más importantes creadores es Gonzalo Asencio, más conocido como el Tío Tom], se distingue el cantador, el bailador y el quinto».
EL «SON»
El «Son», cancionero del «Son» (Argeliers León), complejo del «Son» (Odilio Urfé), protosones, parasoles, sonsitos, sones primigenios, nengones (Danilo Orozco) y otros, son fenómenos que hoy ocupan la atención de musicólogos, investigadores e historiadores de la música cubana. El «Son» nació, presumiblemente, alrededor de la segunda mitad del siglo XIX, pero no debe descartarse la posibilidad de que algunos de sus elementos ya tuvieran cierta presencia en siglos anteriores, pues ningún fenómeno de la cultura surge de la nada.
Un factor que se debe tener en cuenta es lo referente a sus componentes étnicos. En sus formantes no sólo está presente lo hispánico, sino también lo africano, aun cuando estos no se manifiesten o se mantengan ocultos. Al respecto, dice Orozco:
Generalmente en los tipos de sones, más que en otros géneros, no es el predominio de uno y otro constituyente musical lo que resalta, sino el sopesado equilibrio accionante entre los diferentes elementos melódicos, rítmicos, armónicos, sonoros y de constante, unido a las referidas combinaciones instrumentales y patrones rítmico-armónicos peculiares que, con breves y reiterantes elementos de distribución, dilución y contraste muy significativos, alcanzan elevada repercusión en el comportamiento musical y la proyección de los sones con sus ulteriores formatos instrumentales (incluso en los modernos), en tanto se incorporan otros rasgos y comportamientos musicales según etapas, contextos y creadores.
Los diferentes tipos de sones muestran peculiares articulaciones musicales […], específicos cantares y versos (cuartetas, décimas, ambos combinados y a veces dísticos y libres), con un uso muy variado de estribillos —ya sean por reiteración simple de una frase o un verso, o en alternancia específica con estrofas, o verso a verso (línea a línea)— entre otros, amén de gran diversidad y especificidades en su música, contrastes, estilísticas y contexto, de manera que no precisamente constituyen una simple alternancia entre estrofas y estribillo.
Sin embargo, cuartetas con estribillo llegaron bien definidas a Cuba desde España, aunque por sus formas verbales se notan indicios de las expresiones literarias de los negros que vivían en ese país y Portugal. Numerosas canciones del período colonial tienen cuartetas o coplas con estribillo, casi siempre cantadas por un solista o guía.
El estribillo, en la canción popular, se utiliza como un complemento de la cuarteta. Generalmente, esta no se ajusta a la rima ni al sentido de una copla ni tampoco en muchos casos a su contenido. La copla encierra un pensamiento; el estribillo añade una nota lírica. A veces, el mismo estribillo se utiliza en distintas coplas. La abundancia y variedad de formas y temas de los estribillos, tienen su campo más fértil en las provincias del norte de España.
Esta vieja forma española fue utilizada «por el cancionero popular cubano, donde se le distingue con el nombre de «SON», y ha sido incorporada desde hace muchos años a la poesía culta». Pero el estribillo no sólo nos viene de España; desde el siglo XVIII aparecen en la Isla cantos «anónimos», interpretados por africanos, que tienen cierta similitud con el esquema formal del son, y estos efectos reiterativos son comunes en las expresiones religiosas de los hombres traídos de África, particularmente en su música para bailar.
La repetición ad libitum de un estribillo
con acompañamiento de instrumentos parece haber sido la fase primaria del son, que en su forma rural adquirió la denominación de son montuno (del monte), ya presumiblemente ligados lo africano y lo hispánico, mezcla de elementos que nos vino de la propia España.
Como todo género musical de origen popular, el son evolucionó desde su forma más primitiva, en un proceso en el participaron familias completas y personalidades artísticas individuales. Pero aún no contaba con un formato instrumental definido, pues con cualquier elemento el que se le pudiera sacar un sonido se hacía un son, ya sea en zona rural o rural-urbana.
Otros aspectos importantes en este proceso lo constituyen su expansión y extraterritorialidad. En el primer caso, no cabe duda de que este llegó a occidente tras una larga peregrinación de individuos y familias enteras, que emigraban de una región a otra del país en busca de mejores condiciones de vida, a la vez que portaban los elementos culturales, incluyendo la música, de su lugar de origen. En cuanto al segundo caso, más que expandirse hacia otras zonas del Caribe, el «Son», según Rogelio Martínez Furé, tiene su equivalente en los calypsos de Trinidad, Jamaica y Bahamas, en el biguín y la lagghia martiniqueños, en la plena de Puerto Rico, en los merengues haitianos y dominicanos, en los round-dances de las Islas Caimán. Las danzas de la cubana tumba francesa y sus ritmos, que tanto han marcado nuestro folklore (tahona, cocuyé) nos llegaron de Haití, pero también están presentes en Martinica y Guadalupe, y hasta en las Antillas llamadas holandesas, uno de cuyos ritmos más populares es conocido como Tumba».
Si hasta la década de los 20s, aproximadamente, el «Son» se podía ejecutar con instrumentos en los que la cuerda era pulsada sola, generalmente el tres, y combinando éste con otros cordófonos como la guitarra; o con ambos y varias especies de percutientes, ya al mediar la década se fueron fijando ciertos patrones en las agrupaciones profesionales, ya porque tocaran en bailes o porque grabaran discos. Las grabaciones discográficas coadyuvaron a fijar algunos de los patrones del género: formato instrumental; modo de cantar, de tocar el tres, de sonar el cornetín o la trompeta; prevalencia del bongó como factor rítmico, y otros. Desde entonces se hizo común, en líneas generales, su integración sobre la base de tres, guitarra, contrabajo, bongó, maracas y claves (en manos de los dos cantantes). Este es el sexteto (Habanero, el Occidente, de María Teresa Vera, etcétera), al que más tarde Piñeiro le incorporó una trompeta y lo conivierte en septeto – 1927 – (el actual SEPTETO NACIONAL IGNACIO PIÑEIRO); pero también el «Son» era ejecutado por tríos (el de Miguel Matamoros, por ejemplo), cuartetos (el Oriental, de Ricardo Martínez; el Machín, de Antonio Machín, en Nueva York) y estudiantinas. Esto permitió ciertos parámetros constantes en su ejecución, sin obviar cambios por las cualidades interpretativas de una individualidad o por imposición del contexto en que la agrupación actuara. En la década de los 30 se destacó —primero en Nueva York y después en París—la orquesta de Don Azpiazu, que hizo famoso, en ambas ciudades, el pregón-son El MANISERO, de Moisés Simons, en la voz de Antonio Machín.
Hacia la década de los 40 se inician los cambios en los formatos instrumentales de las agrupaciones de son, y aparecen los conjuntos. De particular interés son el del compositor y tresero Arsenio Rodríguez y el conjunto Casino, con los que se enriquece la forma de interpretar el son, no sólo desde el punto de vista armónico, sino también tímbrico, al incorporársele, además de los instrumentos propios de agrupaciones antecedentes, dos o más trompetas, piano y tumbadora. Tres aspectos, entre otros, debemos destacar en el conjunto de Arsenio Rodríguez: 1) crea una manera de ejecutar el tres, distinta a la de los ejecutantes de los sextetos y septetos; 2) logra u empaste entre el piano y el tres, que enriquece las figuraciones armónicas, con peculiares arpegios y tumbaos de gran originalidad; 3) se destaca el trompetista Félix Chappottín, quien, a partir de hacer escalas propias de la época del swing, logra improvisaciones netamente cubanas.
La década de los 50 es otro momento importante para la historia del son: surge, como figura indiscutible, Benny Moré, con su orquesta gigante, tipo jazzband, que cambió los parámetros tímbricos, armónicos y otros del género. Las cualidades del Benny como cantante son, hoy como ayer, reconocidas, por su peculiar manera de interpretar, su fraseo, ritmo, inspiraciones y talento para comunicar estados de ánimo a sus interlocutores. Si el formato de su orquesta se correspondía con el de las bandas norteamericanas de la época, el resultado sonoro era enteramente cubano.
EL BOLERO
En la última década del siglo XIX se dio el nombre de bolero a un nuevo estilo acompañante que asimilaba la estructura de la canción italiana y los patrones rítmicos del rayado en la guitarra, mientras que en los textos aparecía, en la primera etapa, el amor de la pareja; más tarde, el amor a la patria y otras circunstancias de la vida social del país. El bolero cubano (pues hay uno español, de anterior data), apareció, tal como hoy lo conocemos, simultáneamente en la región oriental, la central y la occidental; pero fue en Santiago de Cuba donde el compositor José (Pepe) Sánchez le dio —mientras otros datos no demuestren lo contrario— sus características formales, con su bolero Tristeza (1883).
Aunque se reconoce a cinco compositores como los pilares de lo que se ha dado en llamar trova tradicional o raíz —Sindo Garay, Manuel Corona, Alberto Villalón, Rosendo Ruiz y Patricio Ballagas—, sus cultores son muchos más de lo que generalmente suele admitirse. No obstante, hasta que tengamos valoraciones más objetivas de otros trovadores, haremos un somero análisis de cada uno de ellos, quienes crearon unas canciones y boleros cuyas características generales son, entre otras: utilizar acordes y giros armónicos de gran complejidad; acompañamiento de la guitarra, como regla, sobre la base de rasgueos o rayados. Dentro de la trova existen diversos estilos, pues el de Sindo no se parece al de Corona, así como el de Rosendo Ruiz Suárez no tiene similitud con el de Patricio Ballagas o Alberto Villalón. Melódica y armónicamente, Sindo es mucho más complejo, rico y profundo que Corona; Rosendo se mueve en varias direcciones genéricas, y sus canciones, guarachas y sones lo acercan, de cierta manera, a las creaciones de Miguel Matamoros. En algunas de las obras de Villalón se percibe el aliento de Sindo, en tanto que Ballagas, menos prolífero, fue el artífice de las canciones con textos dobles, como Nena. Sin embargo, todos tuvieron en común una vida bohemia (menos Villalón) y la guitarra, y cada uno de ellos se inserta, por derecho propio, e incide, en la historia de la canción y el bolero en su ulterior evolución.
En la década de los años 20, el bolero inicia otro momento de su historia (quizás pudiera hablarse de una segunda etapa). Hasta ese momento, había mantenido su estructura original .Una de sus características consistió en la utilización insistente del cinquillo, en el que el ritmo es fijado mediante la ejecución de las claves, y que, en la mayoría de los casos, los compositores, al escribir los textos de sus canciones, sometían el ritmo oral al empleo del cinquillo, con lo cual lo convertían en una camisa de fuerza para el género. Pero ocurrió que algunos creadores, con el objetivo de mejorar el texto de sus canciones, utilizaron letras de poemas. Esto coadyuvó a mejorar la parte literaria y trajo como consecuencia la eliminación paulatina del cinquillo en la línea melódica del bolero, pues los versos que tomaban no se acomodaban a sus dictados. Así ocurre con Ella y yo (1916), más conocida como En el sendero de mi vida, de Oscar Hernández, con texto de Urrico Ablanedo, en la cual la melodía se ha liberado casi por completo del cinquillo. En esta línea renovadora del bolero se inscriben creadores como Eusebio Delfín, Y tú, ¿qué has hecho?; Rosendo Ruiz Suárez, Pobre corazón; Miguel Matamoros, Olvido; Ernestina Lecuona, Anhelo besarte, con textos de Gustavo Sánchez Galárraga, Margarita Lecuona, Eclipse y Por eso no debes; y Alberto Villalón, Bolero a Martí, con letra del poeta colombiano Julio Flores.
A fines de la segunda década del Siglo XX, el bolero continúa su evolución. Ya no sólo la guitarra es su instrumento acompañante; el piano y los pianistas se convierten en elementos importantísimos. Así se produce un cambio en el bolero cubano con Aquellos ojos verdes, con letra de Adolfo Utrera y música de Nilo Menéndez, que amplía las posibilidades melódicas y armónicas. A partir de entonces, este género alcanzó, con sus altas y bajas, un cambio paulatino.
A esta etapa se la denomina trova intermedia. Es el período de la historia de la canción que corre desde fines de la década de los 20 hasta la primera mitad de la de los 40; es decir, entre la trova tradicional y el filin. A ella pertenecen creadores que se plantearon la canción de una manera nueva, tanto en su letra, como en la melodía y la armonía; pero sobretodo en la manera de acompañarse con la guitarra, que desde entonces abandona el típico «rayado» para emplear un acompañamiento a placer, con armonías más nutridas, acordes agrandados, y un sistema de arpegios y figuraciones rítmicas que renovaron el modo de hacer guitarrístico. Joaquín Codina y Vicente González-Rubiera (Guyún) —este fue quien más lejos llegó e influyó en estos cambios armónicos y en el acompañamiento de la guitarra— devinieron los primeros en proponerse el acompañamiento de la canción y el bolero a tenor de la influencia que ya venía ejerciendo la música norteamericana en la cubana, fundamentalmente con el surgimiento en la Isla de las jazz-bands, entre ellas Casino de la Playa, Riverside, Anacaona, Ensueño, y las de los hermanos Castro, Le Batard, y Palau, casi todos más o menos influidas por las bandas de Tommy Dorsey, Glenn Miller y Benny Goodman. A la vez, surgen músicos como Armando Romeu, pionero del jazz en Cuba, e infinidad de trompetistas, pianistas, saxofonistas y percusionistas. Entre los pianistas-compositores de canciones y boleros se encuentran Ignacio Vila (Bola de Nieve), René Touzet, Orlando de la Rosa y Mario Fernández Porta.
El filin es un movimiento trovadoresco que se inicia en la segunda mitad de la década de los 40. Trovadoresco, porque sus máximos exponentes eran compositores que cantaban y se acompañaban con sus guitarras. Entre los que iniciaron este período de la canción cubana se encuentran Ángel Díaz, César Portillo de la Luz, José Antonio Méndez, Ñico Rojas y Rosendo Ruiz Quevedo. Después se afiliarían Marta Valdés y Ela O’Farrill, y en los años 60, un compositor de la nueva hornada: Pablo Milanés.
Esta nueva manera de hacer la canción es un complejo fenómeno artístico-musical, en el que la armonía es mucho más amplia y novedosa en relación con la que se hacía en la trova tradicional y la intermedia. También lo es su concepción melódica.
Muchos consideran que la forma filin tiene como base la armonía impresionista creada por el compositor francés Claude Debussy, que llegó a través de los filmes norteamericanos. Es cierto que los compositores del filin utilizan con profusión elementos armónicos que están en la manera de hacer de este compositor; pero los conjugan de una forma particularmente suya.
Por otra parte, los compositores de esta nueva canción no se someten ala dictadura rítmica que imponen la criolla, el bolero, y otros. Ellos se liberan de las rígidas formas de nuestro cancionero popular, y cantan ad libitum. Este procedimiento les da la oportunidad de emplear más ampliamente los elementos expresivos de la agónica (variaciones de tiempo) o tempo rubato (abandono del rigor del compás, en beneficio de la expresividad en la interpretación), con libertad en el momento de interpretar la canción, porque más que cantar, dicen la canción.
Estos compositores rompen con los moldes melódicos, armónicos y textuales de su época. En sus letras utilizan metáforas e imágenes, buscando el buen decir, la magia de la palabra. Para Portillo de la Luz, «…aquel mundo armónico del jazz, de los impresionistas, de las bandas sonoras de los filmes, nos indujo a un manejo más libre y atrevido de las estructuras melódicas y armónicas, lo cual unido a una forma más coloquial en las letras, aportó, sin dudas, una canción de nuevo corte».
EL MAMBO
Este período marca otro momento importante en la historia de la música cubana: surgen el mambo a lo Dámaso Pérez Prado, y el chachachá, uno de cuyos principales cultores fue Enrique Jorrín con la orquesta América, de Ninón Mondéjar.
El mambo es el género que más padres tiene en la historia de la música popular cubana, y sobre el cual cada intérprete o investigador da una versión distinta de su origen. En su orquestación de La Última noche, de Bobby Collazo —grabada en 1944 por Orlando Guerra (Cascarita) con la orquesta Casino de la Playa—, Pérez Prado introduce en el piano y en los saxofones algunos de los elementos que más tarde utilizará en el mambo: saxo al unísono y cluster en el piano.
Mientras, otros músicos creaban y experimentaban con otras formas: Bebo Valdés con el ritmo batanga; Andrés Hechavarría (El Niño Rivera) y su cubibop; Julio Cueva con su orquesta —en particular su pianista René Hernández, quien luego en Nueva York introdujo los elementos del mambo, que ya conocía de Pérez Prado, en la orquesta de Machito y sus Afro-Cubans— y Chico O’Farrill, como orquestador de la Casino de la Playa, labor que compartía con Pérez Prado. Las orquestaciones de Pérez Prado tomaban un nuevo derrotero: era el mambo, que ya había cuajado en la mente del genial compositor matancero. Para entonces, Pérez Prado, por sus audaces orquestaciones, se había convertido en blanco de los ataques de los más conservadores empresarios norteamericanos de la industria del disco y otros que comercializaban la música cubana.
Pérez prado llegó a México en Octubre de 1949. Ese mismo año graba para la Victor el disco titulado José y Macamé, concebido dentro de una estructura clásica que, por eso mismo, no surtió el efecto que su autor esperaba; sin embargo, el camino estaba expedito: la grabación de Mambo número 5, ¡Qué Rico el Mambo!, le abrió las puertas del éxito.
Por la modernidad y la originalidad de su orquestador y compositor, el mambo se fue imponiendo. No por casualidad un musicólogo tan conocedor de los adelantos técnicos, y del rumbo que tomaba la estética de la música, como Alejo Carpentier, aseveró en 1951: «Soy partidario del mambo, en cuanto este género nuevo actuará sobre la música bailable cubana como un revulsivo, obligándola a tomar nuevos caminos». …orquestadores de jazz de empastar cada vez más los sonidos de la banda, que llegó a fundir instrumentos de distintas secciones en muchos pasajes (tendencia que culmina en Gil Evans a fines de los 50s), Pérez Prado establece diferentes planos sonoros con dos registros básicos: uno agudo con las trompetas, y otro grave con los saxos, ambos en constante contrapunto y con una función más melódico-rítmica, que melódico-armónica».
A su manera, la tradición latina se impuso en el Nueva York de los 40s; las bandas afrocubanas ganaron más popularidad de la que ya tenían en los años 30s, y ello coadyuvó a que, en los años 50s, el mambo se difundiera con cierta celeridad.
No escaparon a la «fiebre» del mambo norteamericanos como Rosemary Clooney, Les Brown, Charlie Parker, Stan Kenton, Perry Como, Woody Herman, Billy Taylor, Art Pepper, Errol Garner, Carl Tjader, Shorty Rogers, Howard Rumsey, Count Basie, Dizzy Gillespie y otros. De igual modo, el mambo se fue imponiendo en el gusto de europeos y asiáticos, y fueron frecuentes las actuaciones y grabaciones de Pérez Prado en muchas ciudades de Europa, cuando ya era un ídolo en Japón.
De todo lo expuesto, debemos derivar algunas conclusiones: el género musical llamado mambo fue llevado a su máxima expresión (digamos creado) por Dámaso Pérez Prado. Tiene elementos del «Son» (mambo caén) y la rumba (mambo batiri).
El mambo no ha dejado de cultivarse, incluso ha sido reflejado, entre otras obras, en la novela Los reyes del mambo tocan canciones de amor, de Oscar Hijuelos, y en los filmes Los Reyes del Mambo, basado en la misma novela, donde actúan los artistas más populares del mundo latino de Nueva York, y en Yo soy del «Son» a la salsa, del realizador cubano Rigoberto López. Una nueva generación de compositores cubanos y extranjeros ha incursionado en el mambo en los últimos años, por lo que mantiene su vigencia como género. Así lo confirma el éxito alcanzado, en 1999, por Balemezí Lou Bega con su interpretación de Mambo número 5, con el que ganó las nominaciones para el Grammy, el World Music Awards y el NRJ Music-Awards de Cannes, donde fue seleccionada la mejor canción del año. José Luis Cortés (El Tosco) en esa misma línea del mambo cantado, compuso Murakami’s mambo. El género vuelve a ser noticia en el mundo.
EL CHA CHA CHÁ
En 1942, Ninón Mondéjar fundó la Orquesta América, que tuvo entre sus músicos a Enrique Jorrín como director musical y orquestador. Jorrín compone los danzones Doña Olga, un éxito en los años 40, Liceo del Pilar, Central Constancia, Osiris, Unión Cienfueguera, a los que le añade un montuno. Algo similar hacen Mondéjar y otros músicos de la América: Antonio Sánchez Reyes (Musiquita), Felicidades; Félix Reyna, con Fajardo y sus Estrellas, Angoa. Al respecto expresa Jorrín: «Construí algunos danzones en los que los músicos de la orquesta hacíamos pequeños coros. Gustó al público y tomé esa vía. En el danzón Constancia intercalé algunos montunos conocidos y la participación del público en los coros me llevó a hacer más danzones de este estilo. Le pedía a la orquesta que todos cantaran al unísono. Con el unísono se lograban tres cosas: que se oyera la letra con más claridad, más potente, y además, se disimulaba localidad de las voces de los músicos, que en realidad no eran cantantes.»
El chachachá estaba en el ambiente, y fue Enrique Jorrín quien delineó la forma en que hoy lo conocemos. Para ello, cambió la célula rítmica del güiro, el movimiento y el figurao del piano en la última parte (la izquierda a contratiempo y la derecha a tiempo), introduce una nueva célula rítmica entre la tumbadora, el timbal y el güiro, y las frases musicales de los violines y de los cantantes se hacen al unísono. Desplazó el acento de la cuarta corchea en compás de 2/4 del mambo hacia el primer tiempo del chachachá, haciendo la menor cantidad de síncopa posible.
El chachachá tiene una peculiar manera de tocarse en el piano, que Mario Fabián define así:
《El tumbao, como desplazamiento rítmico-melódico de la armonía […], maneja ambos elementos en proporciones variables, predominando uno y otro según la intención del intérprete, sin afectar el equilibrio estructural del mismo […]. El tumbao del chachachá es muy característico dentro de los empleados al ejecutar el piano en la música popular bailable cubana. Es un tumbao eminentemente percutido en el cual el elemento rítmico predomina sobre el melódico, lo cual no significa que este último carezca de interés en su elaboración, sino que en él, lo que lo identifica y su concepción misma como elemento para apoyar los pasillos del bailador, es su función rítmica, destinada a acentuar determinados tiempos dentro del compás y a producir más bien figuras rítmicas a contratiempo que sincopadas.
Los dos ejemplos siguientes, en particular el segundo, muestran un tumbao básico del chachachá, «que responde al concepto rítmico establecido al definirse y consolidarse el género tras su adopción por otras orquestas». En 1948 Jorrín había grabado la canción del compositor mexicano Guty Cárdenas, NUNCA, cuya primera parte hizo en su estilo original, y la segunda, en un tempo más movido. Con esta impronta surge La engañadora, grabada en 1953, que tiene una introducción, una parte A repetida, B y A, y finaliza con una coda en tiempo de rumba. En su inscripción aparece como mambo-rumba, aunque ya tenía todas las características del chachachá. Era la época del auge del mambo de Dámaso Pérez Prado en México y en casi todo el mundo. Pero en el mismo disco en que aparece La engañadora, se incluye Silver Star, en el que, en su parte cantada, aparece «chachachá / chachachá / es un ritmo sin igual». En esta misma línea de creación de Jorrín, la América difunde EL TÚNEL, NADA PARA TI, CÓGELE BIEN EL COMPÁS, y de Antonio Sánchez Reyes (Musiquita), POCO PELO y YO SABÍA.
La América fue la orquesta que estrenó LA ENGAÑADORA, y divulgó el chachachá en otros países de América Latina. A la vez, compositores como Enrique Pérez Poey —BAILE DEL CHACHACHÁ —; Rosendo Ruiz Quevedo —RICO VACILÓN (quizás el chachachá más conocido en el mundo) y LOS MARCIANOS–, Richard Egües —EL BODEGUERO — Félix Reyna —MUÑECA TRISTE y PA ’BAILAR —, dieron auge a este género, particularmente por el éxito entre los bailadores de la orquesta cienfueguera Aragón. Otras agrupaciones fueron también importantes en la divulgación del chachachá, entre ellas, las charangas de Neno González, Melodías del 40, Sensación, Fajardo y sus Estrellas, Sublime, Maravillas de Florida y Estrellas Cubanas. En el extranjero, los músicos se hicieron eco del nuevo género. En Nueva York, Tito Puente lanzó ¡QUÉ SERÁ! y HAPPY CHACHACHÁ; y Ray Coen, CHACHACHÁ DE TUS POLLOS, entre otros.
OTROS FIRMANTES Y UN NUEVO GÉNERO
Los años 60s marcan hitos muy importantes para la música que se hace en Cuba y para los músicos de la comunidad latina de Nueva York. La década arranca con la pachanga de Eduardo Davidson y también con las modas del twist, go-gó, shake, así como los nuevos ritmos nacionales: mozambique, de Pedro Izquierdo (Pello el Afrokán); el pilón, de Enrique Bonne; el pa’cá, de Juanito Márquez; …uagua, mozanchá, chiquichaca, guapachá, bachata-son, melao-son, sonsonete, el tira tira de Alberto Cruz (Pancho el Bravo) y otros.
LA PACHANGA
Ritmo surgido en 1959, que dio a conocer el escritor de novelas radiales Claudio Cuza (Eduardo Davidson), que muy pronto gozó de gran popularidad, no sólo en Cuba, sino también en otros países. El compositor y tresero Arsenio Rodríguez define la pachanga que se escuchaba en la Gran Manzana, así: «La Pachanga que están facturando en Nueva York ahora es una mezcla de «Son» montuno con zapateo cubano y algo de merengue; muy parecido a la canción que grabó Tito Gómez, A LA RIGOLA […].» No es válido lo del zapateo, pero sí la referencia al son montuno y al merengue dominicano, los dos componentes rítmicos básicos de la pachanga.
La orquesta Sublime, bajo la dirección del flautista Melquiades Fundora, fue la que popularizó este ritmo, lo que le valió el calificativo de «La pachanguera de Cuba»; Orlando Fundora hizo los primeros arreglos y diseñó el rayado del güiro y el tumbao de las tumbadoras; sin embargo, fue el cantante Rubén Ríos quien grabó las primeras pachangas, con títulos, todos de Davidson: EL AGUA DE BELÉN, EL PACHANGUERO, HORAS ÍNTIMAS y LOLA CATULA. El flautista y compositor Richard Egües, orquestador de algunos de los éxitos de la pachanga, recuerda: «Ese arreglo me lo pidió el músico y director de orquesta Eduardo Estivil para la disquera PANART. Le encontré a la composición un swing distinto; lógicamente, no me imaginé hasta dónde aquella canción iba a llegar, con un éxito arrollador como pocas veces habíamos visto. Las cosas de la música son así […].»
Fuera de Cuba, el cantante argentino Luis Aguilé, difundía la obra de Davidson en América del Sur, y en Nueva York, a donde Davidson había llegado en 1961, las orquestas de Fajardo y sus Estrellas y la Aragón, llevaron la pachanga a esa ciudad; allí, Graciela Pérez, con Machito y sus Afro-Cubans interpretaba la pachanga, en tanto el cantante puertorriqueño Tito Rodríguez la hacía escuchar en el Palladium Ballroom, y el timbalero, también puertorriqueño, Tito Puente, se proclamaba el Rey de la Pachanga; otro tanto harían la orquesta Duboney, de Eddie Palmieri y la del flautista Johnny Pacheco, así como el sexteto del conguero Joe Cuba, con su cantante Cheo Feliciano, interpretaba la pachanga titulada YO VINE PA’VER, compuesta por Feliciano. Según Adriana Orejuela: «el ritmo original de Davidson interpretado por la Sublime pierde ese evidente aire de merengue dominicano en fusión con el «Son» oriental una vez [que] pasa a ser ejecutado por las orquestas de Nueva York y es apenas lógico que así sea».
Por su parte, César Miguel Rondón considera que «Nueva York, con todas las big-bands en su apogeo, logró asimilar la reciente avalancha de músicos e influencias que llegaba de la Isla. La Pachanga […], sería inteligentemente asumida por aquéllas y así toda la música desarrollada entre 1960 y 1963, llevó impreso el sello de este ritmo, el último que saliera de Cuba.»
El periodista José Torres Cindrón, citado por Rafael Lam, expresa en 1961: «la Pachanga ha llegado a esta ciudad para quedarse y volver locos a millares de personas que se han sentido atraídas por el ardiente ritmo. Lo que comenzó como un baile de locos hace menos de dos años se ha extendido por los centros nocturnos de la ciudad para contagiar a los amantes de la música brava. Ya no se oye decir: !Vamos a rumbear! O !A mambear se ha dicho! Ahora todo el mundo sale «a pachanguear».
Se baila en la fiesta familiar del Barrio, en Long Island, el Bronx y el Manhattan, como también en los clubes nocturnos de la ciudad donde el más humilde hasta el más elegante van a gozar la Pachanga.»
Varios cantantes, cubanos y extranjeros, grabaron pachanga: Rolando Laserie, Celia Cruz, Rosita Fornés, Nat King Cole, Carlos Argentinos; y el mexicano Tony Gaínza, dio a conocer su Pachanga sensacional. Paralelamente comienzan a ganar adeptos entre nuestros creadores, que buscaban asimilar lo mejor que se producía en otros países de América Latina y el Caribe: el bossa-nova, la música pop, beat, rock y la balada, aunque no todos fueron asimilados con la misma calidad e intención artísticas y, en muchos casos, lejos de enriquecer el patrimonio musical cubano, lo empobrecieron. Pero la música cubana siguió por el rumbo que le habían trazado sus cultores mayores.
EL PA’CÁ
Ritmo que en la década del 60 creó Juanito Márquez, sobre el cual dice Márquez: «marcando los tiempos fuertes del compás con un palo al costado de la tumbadora y una clave sincopada y otros golpes que combinan estos básicos en las pailas, bongoes y güiros. Se puede tocar lo mismo en 6/8 que en 2/4 y esa combinación de los instrumentos de percusión es complementada por diseños orquestales, característico del ritmo.» El nombre Pa’cá, lo tomó el autor de su pieza más popular Arrímate Pa’cá. En el salón Caribe del hotel Habana Libre, Márquez estrenó una producción con guión de Silvano Suárez y coreografía de Maricusa Cabrera, titulada Ven pa’cá, con Carlos Faxas como director de la orquesta. Las obras que gozaron de mayor popularidad fueron: Arrímate pa’cá, 1964; Cuida’o con la vela, Joropero, Pituka la bella.
EL PILÓN
Enrique Bonne, después de realizar estudios elementales de música, se dedicó a explorar nuevas posibilidades sonoras de los instrumentos de percusión; así funda, en 1961, el grupo Tambores de Oriente, en el que incluyó congas, bocú, catá, tumbadoras, requintos, campanas, chekerés y corneta china; pensó, entonces, que las posibilidades expresivas de la percusión rebasaban el límite de lo conocido, y se propuso buscar un nuevo lenguaje. En la creación para este tipo de agrupación, Bonne trabaja por secciones, cual si compusiera para una orquesta sinfónica, como ya lo habían hecho Gilberto Valdés, Obdulio Morales, Arístides Soto (Tata Güines) y Pedro Izquierdo (Pello el Afrokán).
Inspirado en la forma en que los campesinos despulpan el café en un tronco ahuecado llamado pilón, tomó su nombre para llamar el ritmo que lanzó al mercado. En él no hay un golpe, sino varios elementos rítmicos puestos en juego, en el que el piano imita la sonoridad del Órgano Oriental, en la paila se da el golpe –golpe que en el timbal ya venía haciendo desde la década del 40 el timbalero de la orquesta Chepín-Chovén, Esmérido Ferrer (El Chino Pichón)– como si estuviera pilando el café, en tanto las tumbadoras y el contrabajo hacen algo similar. La primera obra que se grabó con el ritmo pilón fue Baila José Ramón, 1964, de Bonne; posteriormente, aparecieron del mismo autor A cualquiera se le muere un tío, Yo no quiero piedra en mi camino y El bajo cun cun, pero fue Pacho Alonso el que colocó el ritmo en los medios con Rico pilón, por lo que algunos han dicho que fue este quien «creó» esta modalidad de la música bailable cubana.
EL MOZAMBIQUE
En este contexto surge el mozambique, ritmo dado a conocer en 1963 por Pello el Afrokán con su grupo, integrado por tambores, campanas e instrumentos de viento. El ritmo mozambique (con elementos de conga, rumba, toque de tambores iyesá) tiene su antecedente, desde el punto de vista de la composición instrumental, en la chambelona. Pello ejecuta básicamente cinco tambores, a veces cuatro. A esos cuatro tambores los llama, en lengua lucumí, oloddu-mare. En ellos florea o quintea, elementos
indispensables en las interpretaciones del ritmo. En su base central, en estos cuatro tambores se repiten, en forma de adorno musical, los golpes fundamentales del mozambique. Estos golpes se repiten en los otros seis tambores que son ejecutados por tres tamboreros. Los tambores son, de izquierda a derecha, agudo, semi-agudo, grave y semi-grave.
En su forma coreográfica (creada por el propio Pello), el mozambique se baila de la forma siguiente: se flexionan las rodillas y se baja el cuerpo, a la vez que se adelanta un pie; el movimiento se completa con la retirada del pie, mientras el cuerpo vuelve a su posición normal. La ejecución se realiza a partir del toque grave del tambor, unido al bombo. Este golpe, muy importante en el Mozambique, es reforzado por determinadas sonoridades logradas por Pello, a manera de quinteo, en los cueros más graves de sus tambores. Pello el Afrokán, en sus cuatro tambores, logra el efecto mediante el acople de los seis tambores tocados por los tres tamboreros, pero enriqueciendo aún más el ritmo, con inspiraciones que surgen del floreo constante que hace sobre el ritmo básico del mozambique.
Los doce tambores restantes se identifican, de izquierda a derecha, de la siguiente manera: el primero produce nueve golpes, ligados a dos golpes del tambor que le sigue; el tercero, tres, a contratiempo; el cuarto, cinco golpes a contratiempo, y el quinto tambor bombea también a contratiempo, mientras el sexto ejecuta el toque del primero. Son tres percusionistas que ejecutan dos tambores cada uno, y producen los ritmos necesarios al baile. Se complementan con los cuatro tambores centrales; mientras, el bombo realiza la función del contrabajo, con lo que se redondea y ajusta el ritmo del mozambique. A los tambores se agregan tres campanas y una sartén, que hacen el efecto de dos claves, una a tiempo y otra a contratiempo. La sonoridad del grupo se completa con las trompetas y trombones, que hacen la parte melódica del mozambique.
EL SONGO
Ritmo introducido por el compositor y contrabajista Juan Formell desde la fundación de Los Van Van. Éste utilizó la batería con platillo de pie, el cencerro y el bombo. Esto fue una novedad en el formato de las charangas, porque la batería se utilizaba fundamentalmente en las bandas de jazz. Formell diseñó la línea ritmática, pero José Luis Quintana (Changuito), le hizo algunos aportes: abandonó la batería y utilizó el timbal, el tom tom de pie, el bombo, el cencerro y el platillo de aire; con ello se amplió el set percusivo.
El diseño rítmico del songo es diferente al resto de las agrupaciones cubanas de fines de la década del 70. Al respecto dice Formell: «no lo vendimos como algo nuevo, ni demasiado original, porque yo pienso que todos los ritmos son frutos de varias mezclas. Le pusimos songo. Luego hasta llegamos a olvidarnos de que se llamaba así… No obstante, sobre todo en el extranjero, el songo ha sido reconocido como un género. Cuando se han hecho versiones de números nuestros, al lado del título se ha consignado es. Hay revistas que han publicado de qué forma se toca el songo y cuáles son sus características […], grabamos un disco con la casa inglesa Island Record que bautizamos con ese nombre. Y con él empezó a difundirse por el mundo […]. Sabemos que desde el punto de vista sonoro somos distintos al resto de las orquestas conocidas como salseras. Tenemos un timbre muy definido, que ha ido madurando y evolucionando con el tiempo, pero que es inconfundible.»
La influencia y vigencia de la música cubana en países de América Latina es posible porque Cuba es, según César Miguel Rondón, el comienzo y el fin de la música popular del Caribe, de ella salían manifestaciones que posteriormente eran consumidas en Nueva York, Caracas, Puerto Rico y hasta México, porque no hay que olvidar que Pérez Prado, Mariano Mercerón y el propio Benny Moré, lograron la grandeza desde el marco que les ofreció la capital azteca. Y no es cuestión de afirmar que sólo Cuba poseía ritmos de valía e interés entre los diversos países de la región, se trata simplemente de entender que Cuba logró reunir todas las condiciones necesarias para convertirse en el centro musical del Caribe».
Este decursar de géneros es el pilar que sostiene la música cubana de ayer a hoy, con la aparición del songo y la timba, que son, hasta hoy, los últimos géneros de la música cubana. Desde entonces han aparecido ritmos o diferentes maneras de hacer, más no nuevos géneros. Por lo mismo, estos reaparecen, aquí o allá, con otros ropajes, pero siempre los mismos, llámeseles como se les llame.